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Capítulo 1: Unas vacaciones inesperadas


Unas vacaciones inesperadas

La voz de la azafata a través de los altavoces del avión te despierta de un sobresalto. Informa en un idioma tras otro, que en diez minutos el avión aterrizará en el Aeropuerto Internacional de Rarotonga. Los pasajeros se recolocan en sus asientos como si de un momento a otro fueran a echar a correr, parecen estar en posición de salida antes de una carrera. Tu sólo quieres levantarte de una vez y estirar tus piernas entumecidas durante horas en aquel asiento de clase turista. Por si fuera poco, aún os queda tomar un pequeño barco hasta Mangaia, la isla más al sureste de las Islas Cook, ya que el próximo vuelo interior es al día siguiente.

Al fin llegais al bungaló, tantas horas de viaje han merecido la pena. El hedor salado de la brisa marina y plantas tropicales, el autentico, ese que nunca habías olido y no aquél olor sucedánico de ambientador barato de supermercado; aquel silencio roto únicamente por el canto de pájaros que nunca habías escuchado; era justo lo que necesitabas. Dista mucho de aquella ciudad con ruidos de coches y motos hasta altas horas de la madrugada, donde imperaba la polución y un clima tan seco que casi podías escribirte en la piel.

 

 

Parecía increíble que con toda esa naturaleza ahí fuera, el interior fuese tan moderno y completo. Tu padre parecía encantado con el alojamiento. Suelo y techos de madera, todo bastante diáfano, una cocina abierta con una gran isla en mármol brasileño que la separaba del salón... Eran aquel tresillo y la mesa hechos de mimbre lo que le daba el toque hogareño y característico del lugar. Papá ya había elegido su habitación y estaba deshaciendo la maleta. Hacía mucho que no pasábais tiempo juntos, cada uno con horarios distintos y apenas coincidiendo unos minutos al día a la hora de comer. Marcos Hernández era un padre responsable, tradicionalista y seguidor de las normas, pero sobre todo ordenado. Cuando tu aún mirabas ensimismado cada rincón de aquél lugar, él ya tenía todo perfectamente colocado en el armario.

Tú sin embargo decides salir al porche un rato, ya tendrás tiempo de deshacer la maleta, pero no quieres perderte aquella increíble puesta de sol. Y al parecer no eres el único que no quiere perdérsela. En el porche del bungaló contiguo al vuestro, a unos diez metros, se encuentra una chica joven sentada en una de aquellas sillas de madera. Apoyada sobre la mesa, también de madera, sujeta una cerveza de la que había bebido más de media. Lleva el pelo medio recogido, con las puntas tintadas de un rubio muy claro, y con reflejos azules. Llegar y encontrar a alguien de más o menos tu edad, y también alternativa, es un gran aliciente de cara a la semana que pasarás allí.

Mientras pensabas todo aquello no te habías dado ni cuenta de que ella se había girado y te miraba casi de reojo. Espera, ¿Eso era una leve sonrisa? ¿Te había pillado mirándola, o tal vez sonreía por alguna otra razón? En cualquier caso ahí estabas tu, levantando la mano amistosamente con aquella cara de pringado. Justo cuando ella te devolvía el saludo, una mano firme se posaba sobre tu hombro a tus espaldas, sobresaltándote.

- ¡Papá, me has asustado!

- ¿Qué, disfrutando de las vistas? — En clave de ironía.

- Pues sí, esto empieza a gustarme bastante.

- ¿Qué tal si nos damos una ducha y buscamos un sitio donde cenar?

La ciudad estaba a un corto paseo de vuestro alojamiento. No había restaurantes como tal, pero encontrasteis un pequeño chiringuito de lo más típico, en el cual había que cenar descalzo. Has de decir que el pescado no estaba mal, pero la cerveza artesanal estaba mejor. Entre eso y el jet lag esa noche ibas a dormir genial.

Realmente esto te hacía falta, os hacía falta a los dos. Escapar de la rutina, dejar de pensar en tantas cosas y respirar. A veces estamos tan agobiados por el día a día, que pasamos por alto pequeños placeres, los damos por hecho sin prestarles atención, como cuando suena una canción y es demasiado buena para tenerla puesta de fondo mientras haces otra cosa. Pensándolo un poco, sin duda en este entorno dicha canción sería de Bob Marley.

El camino de vuelta al bungaló se os hizo algo más largo. Puede que fuese la cerveza, por el estómago lleno o simplemente por el viaje. Pero a pesar de estar cansado, esa noche tardaste demasiado en dormirte. No podías evitar tener curiosidad por la chica de al lado. ¿Cuál sería su nombre? ¿De dónde era? ¿Hablaría tu idioma? Te preguntabas si todo el mundo se hace esas preguntas sobre alguien a quien sólo había visto una vez, o si eres el único bicho raro. No, no puede ser así. Como una vez alguien te dijo, cuando te sintieras incomprendido, o no supieses qué hacer, piensa en que eso ya le ha pasado antes a mucha gente. Mientras le dabas vueltas a todo con los ojos cerrados, sin darte cuenta te quedaste dormido.

Cuando despertaste, tu padre ya había ido a comprar algo de comida para los días que íbais a estar allí. Acababa de preparar el desayuno y lo llevaba fuera para desayunar en el porche.

- Buenos días papá.

- Buenos días Carlos. ¿Qué tal has dormido?

- Pues me costó un poco dormirme, pero después he dormido de un tirón. — Bostezando.

- ¿Demasiados mosquitos, no? A mí me ha pasado lo mismo.

- Si, más o menos. ¿Qué vamos a hacer hoy? — Cambiando de tema rápidamente.

- Tenía pensado hacer snorkeling, he traído las aletas y los tubos para eso. Dicen que los arrecifes de coral aquí son impresionantes.

- ¡Suena genial!

 

 

Sumergirte en el fondo marino en lugar de en tus pensamientos hizo que el día se pasase más rápido de lo normal. Pero la noche de nuevo era para ella, aquella chica del porche la cual habías visto sólo una vez pero que ocupaba todos tus pensamientos.

El tercer día fue especial, uno de esos días que marcan la diferencia y se quedan grabados para siempre. Esta vez te despertaste antes que papá, preparaste el desayuno, y mientras tu viejo se desperezaba, tu mirabas una vez más al porche de al lado. Esta vez pudiste verla de nuevo, la chica preparaba la mochila para hacer una ruta.

- Hola. — Procuras decir la palabra más corta posible, para que no note los nervios en tu voz mientras te acercas a ella.

- ¡Hola! Yo soy Eva. — Su voz suena muy musical y en un tono amistoso.

- Carlos.

- ¿Vosotros también vais a hacer la visita a las cuevas?

- Sí, claro.

- Qué bien, así vamos juntos. — Su tono te da confianza y te hace calmar los nervios.

Al momento sale del bungaló una mujer rubia de unos cuarenta y tantos.

- Buenos días. — Su voz suena igualmente amistosa, pero queriendo aparentar ser lo más correcta posible.

- Buenos días. — Intentas imitar su tono instintivamente.

- Esta es mi madre. — Dice la joven dedicando una sonrisa de complicidad a aquella mujer.

De camino a las cuevas fuiste cogiendo algo de confianza con Eva. Habláis de música, videojuegos, películas... Ciertamente tenéis tanto en común como imaginabas. Su madre era Gloria Andrade, una respetada antropóloga. Era el motivo principal por el cual habían hecho el viaje, ya que Mangaia poseía numerosas leyendas sobre antiguas civilizaciones. Gloria había inculcado a su hija cierta curiosidad y amor por su trabajo y sus estudios, incluso Eva chapurreaba la lengua nativa.

 

Durante la visita guiada no podías evitar estar más pendiente de ella que de las historias que contaba la guía. Tampoco ayudaba la actitud juguetona de Eva, que desoyendo las instrucciones que os habían dado a la entrada, te cogió de la mano para explorar juntos una cueva más pequeña a la que tenían prohibido el paso los turistas.

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Vuelves con el resto del grupo
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