Frente a él se alzaba un árbol imposible.
Sus ramas, retorcidas y ásperas, se extendían tanto que ni la vista ni la razón alcanzaban a definir dónde comenzaban o terminaban. Como venas de un ser antiguo, se enredaban con el cielo. Más allá del follaje, una danza de luces tejía colores sobre la oscuridad: arriba, destellos cálidos de oro y ámbar; más abajo, naranjas apagados que se transformaban en un rojo carmesí, y este, a su vez, se diluía en un vino espeso, hasta perderse en un negro tan absoluto que devoraba la mirada.
Él no podía apartar los ojos del árbol. Desde la distancia, su silueta se mostraba completa, majestuosa, casi sagrada. De sus ramas colgaban frutos redondos, perfectos, sin imperfección aparente. Algunos brillaban como joyas nuevas; otros, oscuros, hinchados por la madurez, a punto de desprenderse.
Uno de esos frutos cayó.
Sus ojos lo siguieron mientras descendía, pero antes de tocar el suelo, una figura lo atrapó en el aire. Era una mujer—o al menos, eso parecía. La ropa negra ocultaba su forma, y la distancia volvía sus rasgos indescifrables. Él se inclinó con curiosidad, deseando verla mejor, pero al moverse descubrió que estaba sentado en el borde de un muro. A ambos lados, el vacío se extendía sin fin. El vértigo lo obligó a retroceder con rapidez.
Tras de sí, no había nada. Solo oscuridad.
Volvió a su posición inicial, inquieto. Entonces, una voz suave, casi infantil, habló junto a él.
—¿Quieres?
Giró de inmediato, sobresaltado. Una mano pequeña se extendía hacia él. En la palma descansaba el fruto negro. Cuando alzó la vista para ver el rostro de quien hablaba, solo encontró una sombra: una negrura densa donde deberían estar los ojos, la nariz, la boca.
No se sorprendió. Aceptó el fruto sin dudar y lo sostuvo entre las manos, acercándolo a su rostro para olerlo.
—¿Por qué no puedo ver tu cara? —preguntó, sin apartar la vista del fruto. Era suave, pesado, casi palpitante.
—Porque la perdí —respondió la voz, con un tono tan frío que rozaba lo amenazante.
Él levantó la mirada con lentitud.
—¿Y cómo la perdiste?
La figura —una niña, descubrió ahora— no lo miraba. Sus piernas colgaban despreocupadas sobre el abismo, oscilando de un lado al otro como si el precipicio fuera un simple banco de juegos.
—Tú me la quitaste —dijo, con una naturalidad perturbadora.
Sus palabras perforaron el aire. Él se quedó inmóvil, tratando de comprender, pero las preguntas se agolparon en su mente como olas: ¿Cómo que yo? ¿Cuándo? ¿Quién eres? ¿Por qué?
—Ahora la que tiene una pregunta soy yo —dijo la niña, con voz curiosa—. ¿Cuántas veces me vas a preguntar lo mismo?
Esa frase lo sacudió. Algo dentro de él pareció romperse. Mareado, sintió cómo el suelo comenzaba a desvanecerse bajo sus pies. Se llevó una mano a la sien. Todo giraba.
—Otra vez te vas —protestó la niña, cruzando los brazos con fastidio—. Siempre me dejas sola. No es justo.
Le arrebató el fruto de las manos y lo arrojó al vacío.
Él intentó sujetarse del borde, pero sus dedos resbalaron. Cayó. El abismo lo envolvió.
—Bueno… —susurró la niña mientras desaparecía de su vista— quizás la próxima vez. Cuídate. Y no olvides nuestra promesa...
Una pausa. Y entonces, con una resonancia que se clavó como un cuchillo en su alma:
—Padre.
La palabra reverberó como un eco eterno, mientras la oscuridad se lo tragaba.