La detective Xaddie Kay recibe una nueva misión de investigación.
Un punto rojo. Un diminuto punto rojo, abrazado por un océano negro.
En los confines del cosmos, donde las estrellas centellean como joyas olvidadas en el manto de la eterna vastedad espacial, se alzaba la majestuosa Estación Astralara. Su estructura, construida con precisión metódica, estaba engalanada con paneles de cristal reflectantes que parecían atrapar la luz de las estrellas y refractarla en destellos de inumerables colores que decoraban el interior sus instalaciones. Dentro de sus límites, las galerías centrales parecían extenderse más allá de lo que el ojo podía mostrar. La estación era inmensa, lo suficiente para albergar centenares de estructuras destinadas a todo tipo de necesidades. El puerto espacial era una de ellas, y la más importante de todas; se trataba de un inmenso hangar capacitado para albergar naves de cada punto del sistema Quartz P-95.
La estación albergaba distintos niveles, y en cada uno de ellos, el murmullo de voces de sus visitantes era una cacofonía constante atestada de decenas de idiomas galácticos.
En una de las esquinas más recónditas de la Estación, donde las sombras se adueñaban de la luz, se encontraba un establecimiento conocido por los viajeros y los buscadores de fortuna galáctica como: El Crepúsculo Estelar. Un sencillo bar, cuyo ambiente, por lo general, estaba ahogado en humo, música suave, y el susurro de las conversaciones más enrevesadas del cosmos, pero lo más importante, también era dónde circulaban las mejores bebidas y licores... a un precio muy razonable.
Y ahí estaba ella.
Sentada en un rincón oscuro del establecimiento, rodeada de mesas, algunas ocupadas, otras vacías; botellas a medio terminar y vasos que se movían de manos a bocas, se encontraba la Detective Xaddie Kay. Sus ojos, dos esferas de un heredado tono rojizo profundo, atravesaba, con la línea de una mirada que parecía perdida, el cristal de la ventana más cercana, extendiéndose hacia horizonte espacial cercano.
Su piel y su oscura cabellera, era acariciada por los destellos de las luces de neón que danzaban a lo largo y ancho del establecimiento. Por otro lado, la silla en la que reposaba parecía estar hecha a medida para su atlética silueta. En su mano, una copa de un fino licor espacial, cuyo nombre ya se había olvidado, se extinguió en un último y sostenido sorbo.
El encargado del bar, hábil anticipador de vasos vacíos, se le aproximó de inmediato. Era un hombre de mediana edad con una esmerada barba gris y un chaleco oscuro que lucía con orgullo. Se arrimó a Xaddie con una expresión serena, de alguien que goza de su trabajo, mientras mantenía un paño limpio en la mano, listo para cualquier tarea que pudiera surgir.
Retiró la copa de la muchacha y dijo:
—¿Le sirvo otra, detective?