La cruel realidad que vivimos.
—Alexios, lleva a tu hermana… —pidió.
Me até la lanza rota en el cinturón, cogí a mi hermana y lo estreché con fuerza mientras subíamos por el camino, que ahora se había vuelto más escarpado. Los truenos resonaron de nuevo, más cerca, y los relámpagos ondearon por el cielo. La lluvia se convirtió en cellisca y, con el borde de las sábanas que cobijaban a Kassandra, conseguí hacerle un pequeño toldo con el que evitar que se le mojase la carita. La piel de mi hermana, perfumada con aceites aromáticos y el reconfortante aroma de la ropa de cama de cardo, se notaba templada contra el frío de mi propio rostro. Las frágiles manitas me acariciaron la cara. Kassandra gorjeó y yo la arrullé como respuesta. Por fin llegamos a una meseta. En el otro extremo se alzaba un altar de mármol con vetas azules, marcado por el tiempo y el paso de los años. Una vela, protegida de la tempestad, ardía sobre el altar junto a un tarro de aceite, una crátera de vino rebajado por la cellisca y una fuente llena de uvas. Madre se detuvo y reprimió un sollozo.
—Minina, no seas débil —le soltó Padre. Pude sentir el fuego que se encendía en el interior de mi madre.
—¿Débil? ¿Cómo te atreves a llamarme débil? Se necesita valor para enfrentarse a los sentimientos, Nikolaos. Los hombres débiles se esconden tras una expresión de falso valor.
—Los espartanos no se comportan así —susurró Padre entre dientes.
—Reuníos ante el altar —dijo uno de los sacerdotes, por cuyo escuálido tórax corría aguanieve. No le presté atención a la figura de la vieja mesa… ni al borde de la meseta ni al oscuro abismo que acechaba más allá: un pozo de oscuridad que se zambullía en las entrañas de la montaña.
—Ahora, el niño —dijo el éforo más anciano. Los pocos pelos que le rodeaban la coronilla bailaban al son del viento, y los ojos le ardían como brasas calientes. Me tendió las manos huesudas y, en ese momento, lo comprendí; una oscura certeza cayó como un manto sobre mis hombros. —Dame al niño —repitió. En un solo latido, una oleada de terror me había resecado la boca.
—¿Madre? ¿Padre? —les lloriqueé a ambos. Madre dio un paso hacia Padre y colocó una mano suplicante sobre uno de sus anchos hombros. Pero él ni se inmutó, permaneció quieto, impasible, como una roca.
—El Oráculo ha hablado —entonaron los sacerdotes al unísono—. Esparta caerá… a no ser que el niño caiga en su lugar. El horror me atravesó y apreté a la pequeña Kassandra con fuerza. Di un paso hacia atrás. Mi hermanita estaba sana y era fuerte: no era justo condenarle al cruel destino que les deparaba a los bebés espartanos débiles o deformes. ¿Era eso lo que había decretado el Oráculo cuando mis padres la visitaron? ¿Quién era ella para condenarlo de esa manera? ¿Por qué mi padre no escupía sobre aquel macabro mandato y blandía su lanza contra aquellos miserables ancianos? Sin embargo, lo único que Padre hizo fue apartar a Madre, a quien tiró al suelo como si fuese un trapo.
—No… ¡No! —Madre lloraba mientras dos sacerdotes la arrastraban lejos del altar—. Nikolaos, por favor, haz algo.