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Capítulo 0: Prólogo.

La cruel realidad que vivimos.


Esparta Invierno, 451 a. C.

Durante siete veranos, porté un secreto en mi interior. Una llama, real y acogedora. Nadie podía verla, pero yo sabía que estaba ahí. Cuando alzaba la vista y miraba a mis padres, sentía cómo su brillo aumentaba y, cuando posaba la mirada sobre mi hermanita, sentía que su calor me recorría todo el cuerpo. Un día, me atreví a describirle a mi madre lo que sentía. —Eso de lo que hablas, Alexios, es el amor —susurró ella, sin dejar de mover los ojos, como si temiese que alguien pudiese oírnos—. Pero no el amor como lo entienden los espartanos. Los espartanos solo tienen que amar su tierra, su estado y a los dioses. —Me apretó las manos y me pidió que le hiciese una promesa—: Nunca le reveles tu secreto a nadie. Una noche de invierno, en medio de una tormenta huracanada, estábamos los cuatro sentados en el salón de casa, frente a un fuego que no dejaba de chisporrotear, la joven Kassandra en brazos de Madre, mientras yo me sentaba a los pies de Padre. ¿Podía ser que los cuatro portásemos aquella llama secreta en nuestro interior? Al menos me reconfortaba pensar que así era. Y, entonces, el sonido de unas uñas que arañaban la puerta principal desgarró nuestro cálido santuario de tranquilidad. Padre contuvo la respiración, lenta e irregular. Madre estrechó a la pequeña Kassandra contra su pecho y miró la puerta como si solo ella pudiese ver al demonio que se hallaba allí, entre las sombras. —Ha llegado la hora, Nikolaos —gritó desde el exterior una voz cascada que sonaba como un pergamino al crujir. Padre se puso en pie y se echó la capa, roja como la sangre, por su fornido cuerpo. Su poblada barba negra ocultaba cualquier rastro de expresión en su rostro. —Espera un poco más —le suplicó Madre, quien también se alzó y alargó un brazo para rozar la espesa melena rizada y oscura de mi padre. —¿Esperar a qué, Mirrina? —le soltó, apartando su mano—. Ya sabes lo que tiene que pasar esta noche. Después de decir eso, se dirigió a la puerta y cogió su lanza. Vi cómo la puerta chirriaba al abrirse. La fría lluvia empapó a Padre al salir. El viento bramaba y los truenos retumbaban en la lejanía, cuando salimos tras él: pues Padre era nuestro escudo. Entonces, los vi. Estaban enfrente de nosotros, dispuestos en una especie de arco en forma de hoz. Los sacerdotes, con el torso desnudo, portaban unas coronas alrededor de la frente. Los éforos, con sus túnicas grises, unos hombres cuyo poder superaba incluso al de los dos reyes de Esparta, llevaban unas antorchas que chisporroteaban y crepitaban en la tempestad. El largo pelo cano del éforo más anciano se revolvía con el viento. Su calva coronilla brillaba bajo la luz de la luna mientras nos contemplaba con ojos inyectados en sangre, los viejos dientes apretados en una sonrisa perturbadora. Se dio la vuelta y, sin emitir una sola palabra, nos indicó con señas que le siguiésemos. Fuimos tras él y atravesamos las calles de Pitana (mi hogar, y una de las cinco aldeas sagradas de Esparta). Incluso antes de que llegásemos a las afueras de la aldea, yo ya estaba calada hasta los huesos y me estaba congelando. Los éforos y los sacerdotes caminaban en tropel por la Tierra Hueca. Cuchicheaban con voz monótona y cantaban a la tormenta mientras marchaban. Al igual que Padre, yo utilizaba mi lanza, partida por la mitad, a modo de bastón; con cada paso que daba, el extremo inferior golpeteaba contra el esquisto. El mero hecho de sostener la lanza partida conseguía que me recorriese una extraña emoción, pues, antaño, había pertenecido al rey Leónidas: el rey campeón de Esparta, fallecido muchos años atrás. Cada habitante de Laconia veneraba a nuestra familia, porque la sangre de Leónidas corría por nuestras venas. Madre pertenecía al linaje del gran rey, así que Kassandra y yo también. Eramos los descendientes del gran hombre, del héroe de las Termópilas. Sin embargo, mi verdadero héroe era mi padre: me enseñó a ser fuerte y ágil, a ser tan duro y robusto como cualquier chico espartano. A pesar de todo, no me enseñó la fortaleza mental que necesitaría para lo que se avecinaba. ¿Acaso había en todas ellas un tutor que pudiese hacerlo? Tomamos un tortuoso camino en cuesta hacia las imponentes cumbres gises del monte Taigeto, salpicado de profundos barrancos y las altas cimas cubiertas de nieve. Nuestro extraño viaje carecía de lógica. Yo notaba que algo no encajaba. Lo sentía desde que, en otoño, Padre y Madre habían viajado a Delfos para hablar con el Oráculo. No me confiaron las importantes palabras de la pitonisa pero, fuera lo que fuese lo que les contó, tuvo que ser desolador: desde que volvieron, Padre había estado tenso, irritable y distante; mientras que Madre parecía perdida la mayor parte del tiempo, con los ojos vidriosos. En nuestra marcha, Madre alternaba largos trechos en los que caminaba con los ojos cerrados. Riachuelos de lluvia le corrían por las mejillas. Sostenía a Kassandra con firmeza y cada pocos pasos le daba un beso a la pequeña, arropado en un bulto hecho de harapos. Cuando se percató de las angustiadas miradas que yo le dirigía..

Madre me tendió el pequeño bulto.
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