Era un placer quemar. Era un placer especial ver cosas devoradas, ver cosas ennegrecidas y cambiadas. Empuñando la embocadura de bronce, esgrimiendo la gran pitón que escupía un queroseno venenoso sobre el mundo, sintió que la sangre le gol peaba las sienes, y que las manos, como las de un sorprendente director que ejecuta las sinfonías del fuego y los incendios, revelaban los harapos y las ruinas carbonizadas de la historia.